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SIN JUSTIFICACIÓN
No tengo nada que decir. Fue todo lo que dijo al expresarle mi deseo de divorcio. Me ha costado algún tiempo decidirme, pero últimamente he estado viendo en Julián una actitud que me ha llenado de angustia. Julián siempre ha sido atento conmigo, no puedo decir que no, aunque su apatía muchas veces haya sido motivo de disputa. Todos los días, al terminar mi trabajo, volvía a casa, entraba y me dirigía directamente al sofá. Allí estaba sentado. Yo doblaba mi espalda para darle un beso, él me miraba y preguntaba qué hora era; yo nunca me molestaba en contestar, me aburría que me hiciera siempre la misma pregunta, me daba la vuelta y me dirigía a la habitación a quitarme la ropa haciendo como que no le oía. Así, día tras día, hasta que el jueves pasado salí del trabajo mirando el reloj; eran dos horas más temprano de lo habitual. Había tenido toda la mañana la cabeza como un volcán en plena erupción, así es que pensé que dejar el trabajo un poco antes y descansar me vendría bien. Cogí el coche y me dirigí a casa. Al llegar abrí la puerta, dejé las llaves y el bolso encima del recibidor y pasé al comedor. El sofá estaba en pleno abandono y el televisor anunciaba una lejía estrella para la ropa blanca. Me dolían los pies, y me agaché a quitarme los zapatos, seguí andando por el pasillo con los zapatos en la mano, y llamando a Julián entré a la habitación. Allí estaba el hombre con el cual había compartido veinte años de mi vida, con una expresión en su cara como si se tratara de un ladrón al que hubieran cogido con las manos llenas de joyas, en zapatillas y cubriendo sólo su cuerpo con un tanga y un sujetador de encaje. Yo no daba crédito a lo que veía, parecía una escena surrealista sacada de una película de los años ochenta. Si hubiera visto a un extraterrestre con lazos rojos en la cabeza me hubiera sorprendido menos que aquello. Con esa cara de estupefacción estaba yo, cuando Julián al verse sorprendido con tal atuendo, con voz subordinada y balbuceante dijo:
―Hola, nenita.
En aquel momento mi boca era como un pozo sin eco en donde se perdía mi lengua. Me di la vuelta, salí de la habitación, me dirigí al comedor y allí me senté en el sofá a recobrarme de aquella increíble situación. No sabía lo que iba a pasar a continuación, pero una cosa tenía clara: No conocía a este hombre.
A los diez minutos salió de la habitación, vestido su cuerpo corpulento como un respetuoso abogado que era, y al verme en el sofá, se acercó a la mesa y cogiendo el mando de la televisión la encendió, como para esconder su vergüenza entre los anuncios. Hasta su cuello me parecía más corto al decirme:
―¿Cómo te ha ido el día?
Mis oídos no daban crédito. Seguí callada y con la mirada ausente, y sin esperar contestación alguna, continuó diciendo:
―Tengo que salir, me han llamado del despacho. Me imagino que en cuestión de un par de horas estaré aquí.
Yo me mantuve como una estatua de sal, mirando como Julián se levantaba, caminaba hacia la puerta, la abría, y desaparecía tras un pequeño golpe al cerrarla.
Yo no sabía en ese momento si Julián estaba enfermo, si era gay, o si simplemente era un fetichista, y es algo que desde ese instante no me he atrevido a cuestionárselo.
Ha pasado una semana de eso, y el silencio ha hablado estos días por nosotros; él espera que yo tome la decisión, y yo la estoy madurando. Lo que está claro es que hay una conversación pendiente entre nosotros.
Esta noche, al llegar del trabajo; entré en la casa; el día me había castigado demasiado y mi espalda era un perenne quejido. Me asomé al comedor y vi que no estaba delante de la tele, y empecé a llamarlo:
―!Julián!
―!Estoy aquí, Rosario! ―Últimamente no usábamos diminutivos.
Dejé el bolso en la entradita, me quite el abrigo y me dirigí a la cocina. Allí estaba él, delante de la mesa y con el delantal puesto; miré su mano que sujetaba un cuchillo a punto de descuartizar una triste berenjena y pensé: ¡Qué hace este tío!
― ¿Qué haces? ―le pregunté turbada.
Cuando le observé la cara vi una expresión que no conocía, una mirada maliciosa que desapareció al darse la vuelta hacia el fregadero, dejando ver su espalda desnuda y el último tanga de encaje que me compré, entre la ranura de sus nalgas.